Decenas de miles de tucumanos convergieron en la plaza Independencia para celebrar el Bicentenario, ¿cómo olvidarlo? Pasaron apenas cinco años. Aquella medianoche, cuando el 9 de julio se hizo presente, la imagen -tapa de LA GACETA- impactaba por su simbolismo: era un pueblo unido en el abrazo celebratorio. Ojalá sea el comienzo de algo, pensábamos en ese momento. ¿Algo cómo qué? Una suerte de refundación, un acuerdo, alguna clase de compromiso colectivo para hacer un Tucumán mejor. No sonaba tan utópico durante ese julio casi idílico del Bicentenario, cuando se trataba precisamente de lo contrario; era la fugacidad de un instante, el subidón de adrenalina disparado por la fiesta. Vimos un espejismo, creímos en los Reyes Magos, nos negamos a aceptar que no estaban dadas las condiciones de posibilidad para que el Bicentenario operara un clic en el espinel social. Fue nada más que una preciosa oportunidad perdida. Creímos que era el comienzo de “algo”. Cuánta ingenuidad.

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Hablando de aniversarios redondos, estamos transitando un par de fechas poderosas y entrelazadas. Una también lleva el rótulo de Bicentenario y es el de la industria azucarera. Fue en 1821 que el obispo José Eusebio Colombres puso en marcha su emprendimiento productivo y aquella primera zafra sirve para representar el nacimiento de nuestro principal aparato productivo. El otro aniversario es más cercano y para nada feliz. Hace pocos días, el 29 de junio, se cumplieron 55 años del golpe militar que reemplazó a Arturo Illia -ese gran Presidente no del todo reconocido por la historia- por Juan Carlos Onganía. El dictador vino para encabezar los actos del 9 de julio, coronados por un gran desfile en la avenida Mate de Luna, y no anticipó la jugada preparada para pocas semanas más tarde: la política de cierre compulsivo de ingenios. Hace 55 años Tucumán comenzaba a sufrir un desguazamiento económico y social del que todavía no consiguió recuperarse: migraciones masivas, desempleo, pueblos fantasma, desarraigo, dolor. Y en continuado, décadas de políticas erráticas que fueron incapaces de reconfigurar ese mapa. Pensábamos en 2016 que el Bicentenario lograría generar un efecto bisagra y Tucumán podría, finalmente, hacer el duelo para ponerse de pie. Pensamos mal.

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Pasaron cinco años y parecen 50. Era la noche del 8 de julio y los tucumanos se acomodaban en diferentes escenarios: la plaza, la cuadra de la Casa Histórica, la estación del ferrocarril Mitre. A las 0 en punto se cantó el Himno, el cielo se coloreó de fuegos artificiales y la gente bailó en las calles. Sentimos que esa manifestación simbolizaba lo mejor de nosotros y estábamos disfrutándola en directo. Hasta nos atrevimos a augurar un cambio de época, saludablemente perplejos por la naturalidad con la que parecían convivir las autoridades nacionales, provinciales y municipales. Funcionarios de distintos “palos” que parecían conmovidos por el espíritu del Bicentenario. Si estaban actuando, lo más probable, lo hicieron muy bien.

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Había grieta en 2016, claro que había grieta. Pero durante esos días del pre y posbicentenario la sociedad se percibía de lo más galvanizada, como si la convocatoria histórica hubiera atemperado los ánimos. Ese efecto -encontrar coincidencias, dialogar, discutir con altura, disentir con respeto, saber escuchar- fue diluyéndose a medida que julio quedó en el camino y el invierno de nuestro descontento dejó las cosas como estaban. El Bicentenario se ofreció como garante de un pacto que jamás llegó a firmarse. Por eso luce tan distante y, no obstante, ¿cómo olvidarlo? ¿Por qué olvidarlo?

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Este 9 de julio, en el que nos soñábamos unidos, nos encuentra cada vez más divididos. Por un lado, en la Casa Histórica, el Presidente y el Gobernador. Por el otro, a pocas cuadras, una marcha convocada en contra de ellos. Está dividido el oficialismo, con todo lo que eso implica para la calidad (?) del servicio que le prestan a la ciudadanía. Y está dividida la oposición, lo que suena lógico tomando en cuenta la amplitud del arco ideológico, pero a sabiendas de que en este caso todo se reduce a una disputa por las candidaturas. No puede sorprender, porque la división -la grieta- es tan abrumadora que pasa como en esas familias que olvidan por qué están peleadas, pero siempre encuentran un nuevo motivo para mantenerse lejos.

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El Bicentenario era una oportunidad gozosa para reconstruir(nos). Se frustró. La pandemia también asomó como una chance, en este caso luctuosa pero a la vez potente, para superar tanta división. Y nada. ¿Qué hará falta entonces para sacar lo mejor de nosotros? La imaginación se va agotando.

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Pero es 9 de julio, día que para la tucumanidad nunca será indiferente. Llega en un momento delicadísimo, porque además de división hay enojo y desesperanza. Pésimos consejeros. De allí que, al menos, tratemos de transitarlo en paz.